¿Vale la pena huir del paro para caer en la inestabilidad laboral? ¿Que tu jefe pudiera cambiar tus horarios cada día, durante el mismo día… avisándote apenas unas horas antes? ¿Y si cada vez más abusos estuvieran acogidos dentro del incierto marco de la legalidad?
También: "La guerra en la tienda de Babel"
En España, hoy, hay un panorama que obliga a elegir entre paro o
precariedad laboral (una de dos), y que obliga a resignarse o huir, una de dos. Resignarse a soportar la situación... o huir, en formato emigración, a
donde sea que exista el empleo. Por ejemplo, al más cercano paraíso angloparlante, a la que fuera cuna de la
revolución industrial y el punk y ahora lo es, lo quiera o no,
de nuestros exiliados laborales: Inglaterra, la patria que más españoles "recibe".
La Gran Bretaña, ese país
que aparentemente pasa de soslayo por la crisis, a donde estamos huyendo tantos… Hay que
confiar en ella, ciegamente. Hay que moverse de nuestra apatía a su
productividad, de nuestra crisis a su riqueza. De nuestra inestabilidad
económica, nuestro no ser capaces de tener un sueldo decente y fijo, a su
riqueza de oportunidades. De no ser adultos a serlo, por fin, con el plus de lo
bilingüe: se trata del nuevo El Dorado, colocado bajo un cielo gris, para todo
el que lo quiera ir a buscar.
Todo eso me iba yo diciendo cuando llegué y me topé, brazos
abiertos, con el panorama laboral británico. ¡Con esos añoradísimos carteles de
“staff wanted” pegados en los escaparates,
ah, esa abundancia de posibilidades!… y, casi de primeras, con una de
las más polémicas peculiaridades inglesas: los contratos de cero
horas. Inexistentes en España (y, sospecho, en cualquier otro país), se
apoyan en una idea que, en sí, no es mala: el concepto de la flexibilidad,
del buen llevarse del patrono y el currito… del acuerdo en
estado primitivo sin estructuras, barreras ni cortapisas.
Más
de un millón de británicos tienen
contratos sin horas, basados en el concepto de la flexibilidad
Más de un millón de británicos tienen contratos de cero horas
según el prestigioso Instituto
de Personal y Desarrollo. En el papel,
esta flexibilidad horaria favorece tanto a trabajadores como a empresarios.
Pero, ¿qué sucede en la práctica? ¿Puede derivar en abusos en los que los
empleados no tienen elección? Es fácil comprobarlo.
Mi contrato parece de lo más decente. Le echo un ojo. “Zero
hours”, salario mínimo, turnos rotatorios… ¡Maravilloso, todo: mucho mejor que
el paro! El trabajo no es extenuante y tengo la suerte de que mis horarios sean, dentro de lo que cabe,
estables: siempre de seis a nueve horas (rara vez bajo del mínimo o supero el
máximo), dependiendo de cuánto personal y clientes hay. Un solo día libre. De
cuándo tengo que fichar, me entero, siempre, el día anterior. A veces pueden
decirme, quédate una hora más: no es para tanto. Sin embargo, en esta tienda el
personal va cambiando y, con él, los horarios. Cuando se van despidiendo mis
compañeros de trabajo –por motivos tan diversos como ellos mismos-, curro más
horas. Cuando contratan –de golpe, a veces- nuevas cajeras, nuevos reponedores,
ya no soy tan necesaria: me mandan a casa pronto y mi salario se reduce. Sin
más explicación. Es legal. No puedo elegir: esto es como la corriente de aire
en las velas. Sólo puedo, día a día, otear la brújula, rezarle a los dioses del
viento. Durante una época cobro 1020 libras al mes; a la siguiente, cuando hay
demasiado staff, no llego a las 800. Nunca sé cuánto durarán ambas.
De modo que, durante una
de las épocas de “vacas flacas”, es decir, cuando mi paga es menor, y
desconociendo si mi reducción de salario durará mucho tiempo, me busco un
segundo trabajo. Resulta difícil: mis horarios, además, son cambiantes. A veces
trabajo de mañana; otras, de tarde… ¿Cómo compatibilizar estudios o trabajos
extra? Acabo encontrando algo en negro, también muy flexible. Pero, de pronto,
en la tienda se va gente y mis horas semanales vuelven a aumentar, sin aviso.
El desenlace de mi aventura de pluriempleo es obvio: termino entrelazando
épocas en las que no me llega para ahorrar con épocas en las que la jornada
laboral, entre echar ratos extra en la tienda y dedicarme luego hasta tarde a
remojando platos en agua caliente en las cocinas de varios restaurantes, no me
concede descanso. Y renuncio.
La teoría de las horas ofrecidas
El gigante McDonalds confiesa sin
complejos que tiene a un 90% de su plantilla currando con estos contratos
“sin horas”. El Buckingham Palace, nada menos, tiene empleados así a más de
300 trabajadores de verano. Sports Direct, el rey de los productos deportivos,
es también una eminencia en cuanto a estos contratos se refiere, habiéndose dado el caso
–leo en los periódicos- de llevar a sufrir “ataques de pánico” a una
de sus empleadas. ¿Ataques de pánico? ¿Tanto
supone la inestabilidad… y tantos tipos de inestabilidad pueden generarse,
además de la económica?
Empresas
como McDonalds o Sports Direct, el gigante de los deportes, tienen a casi toda
su plantilla con estos contratos
Charlo con Carlota (nombre ficticio),
madrileña de 26 años, que lleva trabajando en Sports Direct desde hace seis
meses. Cada día de laburo es igual al anterior: mirar su planilla de la
semana y esperar a que un mensaje de su jefe no le cancele la jornada. Es una
chica positiva y espabilada y su situación, por saberla ella misma temporal,
pasa de indignarla pero no llega a desesperarla. Me da una clase rápida en la que
todo suena sencillo:
<<En teoría, ellos te ofrecen unas horas; si quieres las coges y si no, no. Por eso
no te ponen pegas para cambiar horarios o tener un día libre. En el momento en
que dejas de aceptar horas, te dejan de ofrecer>>. Así de simple.
<<Si no las coges [las horas], no te dan más, y te quedas sin
trabajo. Ellos no te echan nunca: te dan menos horas. Normalmente
no despiden a nadie, te quitan horas hasta que te vas de la tienda>>.
Simplísimo, ya digo. ¿O no?
Ella
entró en la tienda como dependienta haciendo apenas diez horas a la semana (lo
que es lo mismo, dos o tres al día. Lo que es lo mismo: un poco más de cien
pavos al mes). <<Yo le gusté al jefe>>, dice, y por eso vio su
jornada aumentada. Tuvo suerte, pero su inestabilidad fue igual que la del
resto de gente: <<Ha habido semanas que he hecho más de 50 horas y
otras no ha llegado a 15>>. Depende, agrega, del trabajo que haya en
la tienda, de si te necesitan o no... o, incluso, de cómo te lleves con el mandamás
pertinente.
<<Ha
habido semanas que hecho más de
50 horas y otras no ha llegado a 15>>
La
flexibilidad tiene cosas buenas: yo también lo he comprobado. Permite cambiar
turnos fácilmente, pedir algún que otro día libre… que no cobrarás, por
supuesto. Pero tanta aparente libertad está siempre sujeta a las cuerdas de los de arriba,
al parecer: donde acaba el contrato y empieza el abuso es en la
supuesta “disponibilidad absoluta” que el empleado tiene que rendirle al jefe:
una suerte de lealtad ciega que anula el resto del tiempo libre del trabajador
convirtiéndolo en un mero objeto destinado al trabajo. Carlota confiesa que hay
días en los que le llaman <<por la
mañana para que vengas antes, días que tienes que acabar antes de tiempo… Un
día estás trabajando, llevas dos horas y te dicen que te vayas ya a
casa>>. Así es la situación, explica. Te estás poniendo el uniforme por
la mañana para ir a trabajar y, de repente, zas, recibes un mensaje en el
móvil: “Tus horas se han cancelado, disfruta del día”. Con guasa, además.
Eso, sumado a que en el
día libre también puede caer el dichoso sms para que el currante haga honor a
su nombre, le hace imposible a éste idear ningún tipo de plan extra que no sea
hacer dinero (ni hablar siquiera de compatibilizar otro trabajo). <<No
puedes organizarte el día>>, reconoce Carlota. <<Tú miras tu
planilla los domingos para la semana siguiente y con eso intentas apañarte. Si
te llaman, te toca ir antes. No puedes tener un horario de clases ni de nada
porque acabas sin poder ir muchos días>>. Efectivamente, ella dejó sus
clases de inglés a medias… así como sus intentos de encontrar un segundo empleo
o sus sueños de ahorrar algún dinero.
¿El trabajo no era lo que
le hacía a uno independiente? Pues aquí acaba uno, visto lo visto, dependiendo
del volumen de curro que tengan a bien darte tus superiores. Dependiendo de su
inesperado mensaje de texto. Dependiendo, totalmente, de ellos.
Precariedad o desempleo
Los empleadores dicen que
contratos como el de cero horas son una pieza más en la lucha del desempleo.
Alexander Ehmann, Jefe de política de empleo, opina que gracias a la
flexibilidad de estos contratos se reduce el tan temido paro. Pero a estas
reflexiones las sigue la eterna pregunta: ¿vale la pena cambiar el paro por
precariedad? ¿No existe otra solución mejor? Según un informe
del instituto Resolution Foundation, la libertad y elección de estos contratos
“es más aparente que real” para los contratados, que viven en un estado
continuo de “incertidumbre y ansiedad”, como las que llevarían a aquella chica
de Sports Direct a sufrir ataques de pánico. ¿No veníamos de España
huyendo de la incertidumbre y la ansiedad que produce el desempleo,
precisamente? Vaya.
El grupo Youth Fight for Jobs, que
lucha contra el paro y la precariedad juveniles, lleva tiempo protestando
contra estos contratos. Ian Pattison, que opina que éstos no garantizan “ni
horas, ni trabajo, ni paga”, los describe así:
<<Estamos regresando
a los oscuros días en los que los estibadores y otros trabajadores pasaban la
humillación y la incertidumbre de hacer cola antes del turno, en una jornada
potencial, esperando a ser elegidos por los jefes para trabajar>>.
Visto está que producen inestabilidad y ansiedad... y que tampoco
enriquecen. Un 14% de los empleados dice que con este contrato
es imposible obtener los ingresos necesarios. Efectivamente, Carlota ha
acabado mal con sus jefes porque han dejado de contar con ella: en castigo por
la “insumisión” de pedir varios días libres le han ido recortando horas hasta
que la joven se ha visto en una situación insostenible: yendo a trabajar
solamente un par de días a la semana y teniendo, en consecuencia, que vivir de
sus
pocos ahorros. Esto explica muy bien lo que ya sospechábamos: que el
empleado tiene la libertad para rechazar los turnos, pero el empleador tiene
otra libertad mucho mejor: la de castigarle por ello. Nuestras libertades
no son bidireccionales nada más que en el papel, aparentemente.
Grupos
como Youth Fight for Jobs luchan contra estos contratos que no garantizan “ni
horas, ni trabajo ni paga”.
Las protestas, al parecer, dan sus frutos. Recientemente leo que
el gobierno británico ha anunciado que investigará si estos contratos
sin horas están sirviendo de herramientas de explotación laboral. En ese
caso, es el trabajador quien debería dar el paso: tomar conciencia y usar sus
propias herramientas (entre ellas, la capacidad de decir no) para
evitar, de una vez por todas, el ser explotado.